El testimonio que llega
Pero Jesús no se lo permitió, sino que le dijo: Vete a tu casa, a los tuyos, y cuéntales cuán grandes cosas el Señor ha hecho contigo y cómo ha tenido misericordia de ti. Él se fue y comenzó a publicar en Decápolis cuán grandes cosas había hecho Jesús con él; y todos se maravillaban. Marcos 5.19–20
El endemoniado de Gadara nunca había sido tratado bien por los pobladores de la zona. Muchas veces lo habían intentado controlar, atándolo con grillos y cadenas, porque era una persona violenta e impredecible. Con la llegada de Jesús, conoció por primera vez el poder transformador del amor de Dios. ¡Y fue transformado en otro hombre!
Como es de entenderse, este nuevo varón no encontraba nada atractivo el hecho de quedarse en la zona donde, durante tanto tiempo, había vivido atormentado y aislado de todo indicio de afecto. Al retirarse Jesús hacia su embarcación no dudó en rogarle al Maestro que lo llevara consigo.
Esta tendencia todos la llevamos dentro nuestro. Es el deseo de retener aquello que nos hace sentir bien y prolongar indefinidamente experiencias profundamente gratificantes. Seguramente este mismo deseo llevó a Pedro a exclamar, en el monte de la Transfiguración: «¡Maestro, bueno es para nosotros que estemos aquí! Hagamos tres enramadas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías» (Mr. 9.5). No queremos que la fiesta se termine.
Cristo, sin embargo, sabía que la mejor manera de retener una bendición era compartirla con otros. En el reino, lo que no se comparte se echa a perder. Por eso nuestro llamado es a ser bendecidos y también a bendecir. De manera que Cristo lo mandó a compartir con lo suyos lo que había experimentado.
Piense un momento en las aptitudes «evangelísticas» de este hombre. No tenía ni un solo día de creyente. Desconocía los textos más elementales de la Palabra. No sabía argumentar acerca de su fe. No entendía los principios más rudimentarios de la vida cristiana y no poseía capacitación alguna para testificar a otros de su fe.
Este nuevo discípulo, sin embargo, ya era experto en un tema: ¡cómo Dios puede transformar la vida de un endemoniado! Y de este tema lo mandó a hablar Jesucristo. «Vete a tu casa, a los tuyos, y cuéntales cuán grandes cosas el Señor ha hecho contigo y cómo ha tenido misericordia de ti». ¿Cree usted que las personas con las cuales se cruzó habrán dudado de lo genuino de su testimonio? ¡Por supuesto que no! Porque este hombre hablaba con una convicción nacida de una experiencia dramática con Jesús.
Muchos de nuestros esfuerzos evangelísticos fallan justamente por esta razón. Lo que compartimos no tiene que ver con las grandes cosas que Dios está haciendo en nuestras vidas. Más bien nos limitamos a hablar de las razones por las que creemos que la otra persona debe convertirse. Rara vez logramos convencer a los demás con argumentos de este tipo.
Para pensar:
¿Cómo hemos, entonces, de remediar esta falta de credibilidad? Un sola solución servirá. Necesitamos que Dios esté haciendo grandes cosas en nuestras propias vidas. Para eso, no podemos darnos el lujo de perdernos un solo día de la aventura de caminar junto a él. Nuestro ministerio llegará a los demás, en la medida que Dios está transformando nuestros propios corazones.
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