El fariseo, puesto en pie, oraba consigo mismo de esta manera: Dios, te doy gracias porque no soy como los otros hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni aun como este publicano; ayuno dos veces a la semana, doy diezmo de todo lo que gano. Lucas 18.11–12
Nuestra primera reacción a esta escena es fácilmente previsible. Sentimos inmediata indignación por la hipocresía del fariseo. ¿Cómo es posible que un hombre -nos preguntamos- sea tan ciego y orgulloso que se haya atrevido a elevar a Dios semejante monumento a la vanidad? Seguros de que nunca hemos elevado a los cielos una oración tan grosera como la del fariseo, desecharlo no exige de nosotros más que unos instantes de reflexión. Avanzamos en nuestra lectura y nos encontramos con el publicano. El contraste es demasiado marcado; la conclusión no es más que un trámite. ¿Quién de nosotros no sabe que la del publicano es la postura aceptable delante de Dios?
Un momento. ¡No avance usted tan rápido! Pasó por alto una frase que es profundamente inquietante; el evangelista dice que el líder religioso, poniéndose en pie, «oraba consigo mismo». La Nueva Versión Internacional traduce este versículo así: «El fariseo se puso a orar consigo mismo». Olvídese por un instante de lo obviamente egocéntrico que son las frases de este hombre, y medite en esta realidad: hay oraciones que no están dirigidas a Dios, sino a uno mismo. ¿No le hace temblar? Sabiendo que nuestro corazón nos engaña permanentemente, no podemos descartar con tanta facilidad que este no sea nuestro caso.
El ejercicio de la oración tiene una característica que la hace propensa a esta debilidad. Cuando oramos, nuestro diálogo con él no incluye la voz audible del Señor que nos corrige y encamina nuestras oraciones hacia cosas más espirituales. Solamente nosotros nos oímos. Por eso debemos prestar atención al susurro del Espíritu que le da testimonio a nuestro espíritu acerca de lo acertado o no de nuestra espiritualidad. No obstante, ¡qué fácil es errar el camino!
Esta cuestión no es de fácil resolución, de modo que hacemos bien al estar en permanente guardia contra este peligro. Permanecer conscientes de que muchas de nuestras oraciones pueden estar dirigidas más hacia nosotros mismos que a Dios, ya es un avance importante. Como mínimo, debemos proceder con mucha cautela.
Quisiera agregar dos observaciones más. En primer lugar, existe mucho peligro en el exceso de palabras. El autor de Eclesiastés nos recomienda: «Cuando vayas a la casa de Dios, guarda tu pie. Acércate más para oir que para ofrecer el sacrificio de los necios, quienes no saben que hacen mal. No te des prisa a abrir tu boca, ni tu corazón se apresure a proferir palabra delante de Dios, porque Dios está en el cielo, y tú sobre la tierra. Sean, por tanto, pocas tus palabras» (5.1–2). Y en segundo lugar, es muy fácil que nuestras oraciones estén enteramente ocupadas con nosotros mismos: mis deseos, mis pedidos, mis necesidades, mis planes, mis confesiones. Cuando usted note que la palabra «yo» o la palabra «mi» abunda en sus palabras, comience a preocuparse.
Para pensar:
¿Alguna vez ha analizado sus oraciones? ¿Qué tan genuinas son? ¿Cuánta palabrería innecesaria las acompañan? ¿Dónde necesita hacer modificaciones para que no acabe «orando consigo mismo»?
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