Pero Josafat dijo: ¿No queda aún aquí algún profeta del Señor, para que le consultemos? Y el rey de Israel dijo a Josafat: Todavía queda un hombre por medio de quien podemos consultar al Señor, pero lo aborrezco, porque no profetiza lo bueno en cuanto a mí, sino lo malo. Es Micaías, hijo de Imla. 1 Reyes 22.7–8 (LBLA)
La palabra de Dios con frecuencia es confrontadora. Pone en relieve nuestras rebeldías, la tendencia a la desobediencia. Traza los principios eternos que son una parte íntegra del reino de Dios, y nos llama a hacer los cambios necesarios en nuestras vidas para que nuestros corazones estén enteramente alineados con su manifiesta voluntad.
Esta ha sido siempre la definición más sencilla de la tarea de los profetas. Interpretaban para el pueblo cuál era la realidad en la que estaban viviendo y en qué aspectos difería esta de los parámetros establecidos por la Palabra de Dios. Su proclamación de la Verdad siempre iba acompañada de una exhortación a volver a los caminos señalados por Dios.
Es precisamente en este punto donde el hombre no responde bien. Podemos menear la cabeza y compartir lamentos con otros, por la falta de espiritualidad en el pueblo. Casi sin pensar se nos viene a la mente una lista de personas a las que les vendría bien «escuchar esta palabra». Nuestro entusiasmo, sin embargo, desaparece cuando la exhortación es dirigida directamente hacia nuestra persona. En ese instante nos llenamos de argumentos y de razonamientos necios que justifican nuestra falta de compromiso.
En el pasaje de hoy vemos un caso extremo de esta resistencia a la Palabra. El rey, que seguramente usaba su poder e influencia para torcer la voluntad de los que estaban a su alrededor, tenía en su medio un profeta que no cedía frente a las presiones del soberano, insistiendo en proclamar profecías que el rey no quería escuchar. Se había ganado, de esta manera, el desprecio profundo del rey. ¡Cuán grande debe haber sido la presión sobre este varón, especialmente cuando vemos que todos los otros «profetas» estaban proclamando palabras agradables a los oídos de su señor!
Para los que estamos en el ministerio de la palabra, la incomodidad de tener que resistirnos a este tipo de presiones por parte de aquellos que tienen «comezón de oir» puede llevar a que nos sintamos tentados a «diluir» la Palabra. Después de todo, podríamos razonar, la popularidad nos abre puertas importantes en el pueblo. Este tipo de «respeto» por parte de los que reciben la Palabra, sin embargo, tiene un precio, y es que perdemos el respaldo divino sobre nuestros ministerios.
Para pensar:
Tomemos nota, pues, de la exhortación de Pablo a Timoteo: te mando «que prediques la palabra y que instes a tiempo y fuera de tiempo. Redarguye, reprende, exhorta con toda paciencia y doctrina, pues vendrá tiempo cuando no soportarán la sana doctrina, sino que, teniendo comezón de oir, se amontonarán maestros conforme a sus propias pasiones» (2 Ti 4.2–3). No permita que otros impongan sobre su ministerio el mensaje que ellos quieren escuchar, ni tampoco imponga usted su propio mensaje. Busque que sus palabras sean las palabras que Dios le ha dado para hablar. Solamente esto producirá fruto eterno.
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