Pero Jonás se disgustó en extremo, y se enojó. Así que oró a Jehová y le dijo: «¡Ah, Jehová!, ¿no es esto lo que yo decía cuando aún estaba en mi tierra? Por eso me apresuré a huir a Tarsis, porque yo sabía que tú eres un Dios clemente y piadoso, tardo en enojarte y de gran misericordia, que te arrepientes del mal. Ahora, pues, Jehová, te ruego que me quites la vida, porque mejor me es la muerte que la vida». Jonás 4.1–3
Uno de los elementos que prueban a fuego el corazón del líder es el éxito. Muchos líderes, que en tiempos de trabajo y esfuerzo se condujeron con verdadera santidad y entrega, caen por el orgullo y la soberbia cuando empiezan a cosechar los frutos de ese esfuerzo. Sus ministerios crecen, su autoridad es reconocida, su trayectoria es honrada, ¡y empiezan a creer que el reino avanza pura y exclusivamente por su accionar! La sencillez y la humildad de los años en los cuales iniciaron su trabajo desaparecen como las hojas otoñales. En su lugar queda una actitud que marchita a los de su alrededor.
Tal parece ser la experiencia de Jonás. Las posibilidades de que los asirios recibieran con agrado el mensaje que Jonás traía ¡eran remotas en extremo! Marchaba hacia una muerte segura, pues, ¿qué recibimiento podía esperar un hombre que venía a la nación más poderosa de la tierra para decirle que Dios la iba a aniquilar? Contra toda expectativa, sin embargo, la gente escuchó el mensaje del desventurado profeta. No solamente esto, sino que llegó a oídos del rey mismo. La ciudad entera se vistió de cilicio y clamó a Dios por misericordia. ¿Qué hombre no se sentiría con autoridad frente a semejante respuesta? ¿Quién de nosotros no se hubiera sentido más importante de lo que realmente era? ¡Así también lo sintió Jonás!
En medio de esta intoxicante acogida, Dios decide perdonarle la vida a los asirios. Para el profeta, ¡este fue un duro revés! ¿Cómo justificaba ahora su profecía de la inminente destrucción de Nínive? ¿Acaso Dios no lo estaba desautorizando? Había perdido credibilidad, y esto le molestó profundamente.
¿Cómo no entender su reacción? En más de una ocasión hemos sentido sutiles insinuaciones acerca del rol «fundamental» que ha tenido nuestro papel en producir una respuesta en los que ministramos. ¡Con cuánta facilidad cedemos frente a esta vana forma de ver las cosas!
Para pensar:
¿Será usted la clase de persona a quien Dios le puede confiar algunos éxitos ministeriales? Para serlo, necesitamos la misma profunda convicción que tuvo Juan el Bautista. Sus discípulos, indignados por el «robo de ovejas» que estaba realizando Jesús, le animaron a defender los frutos de «su» ministerio. El gran profeta exclamó: «No puede el hombre recibir nada a menos que le sea dado del cielo. Vosotros mismos me sois testigos de que dije: “Yo no soy el Cristo, sino que soy enviado delante de él”. El que tiene a la esposa es el esposo; pero el amigo del esposo, el que está a su lado y lo oye, se goza grandemente de la voz del esposo. Por eso, mi gozo está completo. Es necesario que él crezca, y que yo disminuya». (Jn 3.27–30).
Shaw, Christopher: Alza Tus Ojos. San José, Costa Rica, Centroamérica : Desarrollo Cristiano Internacional, 2005, S. 15 de abril
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